EL INFIERNO
En sueños enfermizos que noche a noche lo asaltaban veía lo que nadie había visto ni soñado jamás. Quizás el alcohol en un “delirium tremens” prodigioso, disparaba todas aquellas imágenes que estallaban una a una, sucesivamente, indefinidamente como un proyector de diapositivas acelerado. Entonces buscaba como último recurso, asirse a algo conocido, para despegarse de las nauseabundas aguas de la pesadilla que lo transportaba a un infierno helado, siniestro, sin fin conocido. Algo que lo ayudara mantenerse a flote y emerger al fin, sudoroso y temblando al mundo real, a la vigilia. Fue siempre así, desde muy niño. Entonces —aterrado— gritaba y su madre pródiga en cariños calmaba el llanto de la infancia. Luego, adelante en el tiempo, fue peor. Intentó todo por borrar cualquier recuerdo de su infierno onírico: abusó de drogas, del alcohol, se ahogó en cientos de cuerpos buscando sujetarse, a lo conocido a lo seguro, a lo real. Fue peor, avanzó aún mas en el territorio desconocido. Un viento gélido quemaba su rostro y todo el paisaje era blanco y cristal. Cristales de mil formas caprichosas: geométricas, obscenas, amorfas, o como las nubes, sugiriendo algo del mundo real pero que desaparecía al primer intento de ser analizada. Nadie, nada, la soledad más absoluta rodeaba su camino sin arriba ni abajo, tampoco sabía si adelante o atrás. Sólo estaba condenado a seguir sin rumbo ni certeza de tiempo ni espacio. Cuando despertaba intentaba describir ese mundo que lo llevaba a la locura, pero fracasaba en el intento pues no tenía idea de como hacerlo. A nadie le contaba de su condena, lo que lo llevaba a estar más solo que nunca, encerrado en su cuarto mirando el foco encendido en el extremo de un negro cable. Miraba la luz fijamente, hasta que los ojos ardían y un puñado de arena se los cerraba poco a poco. He decidido finalmente volverme loco, se dijo un día. Pero no, sus construcciones mentales seguían teniendo lógica y la percepción del mundo exterior no variaba. Sabía discernir el modo en que este estaba construido, con su gente, con cada uno de sus elementos. Inventó artilugios para no dormirse, pensando que de ese modo la pesadilla cedería alguna vez. Tampoco dio resultado; pensó en saltar al vacío desde su buhardilla, pero no se animaba. No porque le importara demasiado la vida, sino porque era más fuerte el querer saber a qué sitio iba cuando dormía y porqué él y no otros. Un día, decidió no retornar, seguir más adelante, no hacer el esfuerzo que hacía siempre por volver. Salió a la calle como un hombre normal, disfrutó de un día de sol en un parque. Compró el diario, leyó de reojo las noticias de siempre, se tiró de espaldas sobre la hierba fresca a mirar el cielo, sin pensar en nada. Caminó por horas por aquella ciudad inmensa, observó rostros y muecas, escuchó sus risas y voces. Al llegar la noche se sentía cansado, muy cansado, con ganas de dormir. Llegó a su cuarto, se desvistió lentamente, su cuerpo despedía un olor ácido pero descartó el bañarse. Dio una mirada en derredor, como despidiéndose de sus objetos conocidos y se durmió, casi de inmediato. Tras varios días de no saber de él, la casera llamó a la policía para forzar la puerta de su habitación. Entraron varios al mismo tiempo y les llamó la atención el agua que mojaba el piso, la temperatura de la misma y la extraña visión en la cama de un bloque de hielo con forma humanoide que, inexorablemente se convertía en agua.
Jorge Medina