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LAUTARO

(al Ateneo de Santiago de Chile)

                        I

La tribu, estrepitosa muchedumbre,
entre cantos y ruidos de timbales,
baja, de salto en salto, de la cumbre,
entre los temblorosos matorrales,
que abren ante ella el espantado seno
como a un empuje de torrente bronco,
mientras que, al par que se dosgalga el trueno,
el hacha cruje en el macizo tronco.

¿Adónde irá esa tribu de salvajes,
las chatas sienes entre erectas plumas,
mal ceñidos con hórridos pelajes,
los labios entreabiertos con espumas
y los puños cerrados con tatuajes?
¿Adónde, adonde irá, de salto en salto,
mientras que por encima huye una garza
o un cóndor da sus vueltas en lo alto?
¿Adonde irá, por el espeso monte,
quebrando con su pie la dura zarza
y buscando con su hacha el horizonte?

A veces, ante el ímpetu bravío
de la tribu guerrera, se abre un flanco
de la montaña y se descuelga un río,
que va a estrellarse al fondo de un barranco;
á veces, sobre el grupo, un ancha nube
rasga su abrigo de flotante seda,
la lluvia cae, la neblina sube,
el rayo se disloca, el trueno rueda;
a veces, desde el seno del boscaje
un alarido la extensión espanta,
una encina sacude su ramaje,
una culebra silba, un ave canta;
y por en medio, así, de la aspereza,
avanza, uno tras otro, el grupo entero,
sin inclinar la indómita cabeza,
resuelta la actitud, el gesto ufano,
un brazo firme en el broquel de cuero
y un hacha erguida entre la diestra mano...

                        II

Es la tribu araucana: ella a porfía
resiste al español, que, siempre noble,
se entusiasma ante aquella rebeldía.
Oyó mil veces el clarín hispano
y el alambor del épico redoble,
que ensordecieran a la Fama un día;
pero, al estancamiento del pantano
que se resigna a su apacible suerte,
prefirió el movimiento tumultuoso
de espumante raudal. Previo la muerte;
y combatió sin miedo y sin reposo;
y cuanto más bregó, se hizo más fuerte.

Tal, una vez, tras de batalla horrenda,
pudo el Conquistador entre sus lazos
coger a un prisionero: él era un niño.
¿Qué mágica pasión o que leyenda
supo arrancarle a los maternos brazos
en la busca tal vez de otro cariño?
Amor de gloria le lijó otra senda:
amor de gloria le empujó, sin duda,
a buscar el arrullo en la contienda
y las caricias en la selva ruda...

Prisionero cayó. Valdivia, entonces,
de aquel heroico niño enamorado
se sintió, al verle despreciar los bronces
y, con la punta de sonora flecha,
abollar la coraza de un soldado
y quedarse después firme en la brecha.
—Heroico niño, ven. Toma el cuidado
—le dijo así— de mi corcel piafante:
me seguirás por donde vaya. Has dado
de tu gentil valor muestra bastante,
para ser digno de la noble prenda
de amistad que te ofrezco: ir a mi lado,
poner mi estribo y alcanzar mi rienda.—

                        III

Y corrieron los años; y el tumulto
de los sucesos no turbó un instante
en aquel niño el entusiasmo oculto.
¿Quién era el niño aquél? Lautaro el nombre.
El tiempo, siempre igual, siguió adelante...
y aquel niño sintió que iba siendo hombre.

¡Ah! ¡Cuántas veces contempló enjaulado
al cóndor de los Andes! ¡Cuántas veces,
él, también como el cóndor, al pasado
volvió los ojos y apuró las heces
de inefable dolor!...
                              El ave, un día
libre y feliz en la nevada altura,
cuidados en su jaula recibía
del niño aquél, que, en su infantil locura,
así le hablaba: —¡Tu aflicción es mía!—
Muchas veces el viento,
triste como un larguísimo lamento,
llegaba de los Andes, y traía
el olor de los bosques y el arrullo
de los pájaros libres y la fría
pureza de las nieves y el murmullo
de fuentes claras entre selva umbría;
y entonces, ¡ay! entonces, el salvaje
cóndor, en su letal melancolía,
esponjaba su olímpico plumaje,
el curvo pico apenas entreabría,
y, clavando en el cielo sus miradas
de nostálgica angustia, lentamente
las alas iba abriendo... y de repente
las desplegaba como nunca bellas,
para que, al sacudirlas desplegadas,
pasase el viento por debajo dellas...

                        IV

Y sucedió que, el día,
en que la tribu errante
de las cumbres bajó, ronca porfía
trabose al fin con la aguerrida hueste
de los Conquistadores...
                                  ¡Oh! ¡ qué instante!
Hubo una Iliada autóctona y agreste:
Ercilla la cantó. ¡No hay quien la cante!

Cuando, tras la perínclita batalla,
la flecha cae, el arcabuz se calla
y quedan los hispanos vencedores,
siente Lautaro el eco en sus oídos
de la infancia revuelta entre fragores;
y prefiere, a gozar con sus señores,
el pasarse a sufrir con los vencidos.

¡Vencidos! ¿Y qué es ello? No es la suerte
una esclava del hombre. La victoria
es un capricho de mujer. La muerte
vence a la vida, pero no a la gloria.
Para ceñirse con laurel y roble,
¡no basta ser audaz sino ser fuerte,
no basta ser feliz sino ser noble!

                        V

Tal es cómo, vibrante y satisfecho,
se aleja con el grupo de vencidos
el mancebo gentil. Sobre su frente
ciñe plumas de cóndor; en su pecho,
piel de tigre; en sus brazos refornidos,
pulseras de metálica serpiente.

Y ahí va...
                    Mas de pronto, en la montaña,
sopla un viento cargado de perfume:
la intonsa cabellera se enmaraña;
la replegada flor se desentume;
la hojarasca levántase en un giro;
el arroyo hace bucles con sus ondas;
el ramaje se envuelve en un suspiro;
y hay un golpe de látigo en las frondas...
Entonces ¡ay! el juvenil atleta,
al evocar el viento que ha pasado,
siente en su pecho una emoción inquieta,
porque piensa en el cóndor enjaulado...

Súbito, aquel que se pasó al vencido,
en soberbio picacho encuentra el nido
de un cóndor; luego a él: símbolo augusto
de indomable vigor. Bajo la garra,
una res ha tronchado su robusto
cuello; y el pico le penetra un flanco,
a manera de corva cimitarra:
la sangre le golea hacia un barranco.

Lautaro, que ama al cóndor prisionero
espanta a ese otro cóndor con un grito...
Y el ave colosal, que en su fiereza
se encara contra él, bate primero
las alas, después yergue la cabeza;
y, desde la ardua cumbre de granito,
se desprende por fin... como un velero
que zarpase con rumbo al infinito.

Y en tanto que se aleja el cóndor fiero,
Lautaro abre su trocha en la aspereza;
y le sigue callado el grupo entero,
resuelta la actitud, el gesto ufano,
un brazo firme en el broquel de cuero
y un hacha erguida entre la diestra mano...

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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