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      LECCIÓN BÍBLICA

    Podría fingirse el aspecto de Moisés con sólo recordar los días de la historia en que prevalece su autoridad y subyuga su elocuencia. Varón de digno porte y entera energía debió de ser en medio de su pueblo ingrato. La majestad de su misión no mermaba con la pobreza de su traje sencillo, el que visten de ordinario los hijos peregrinos del desierto, el grueso vestido talar ceñido con una correa a la cintura. Ni lo santo de su empresa padecía con la oscuridad de su vida azarosa. Antes bien, los altibajos de su carrera conducían a probar el favor divino que resguardaba su persona y que legitimaba su lenguaje de entonación imperativa y audaz.

    A toda hora deduce fuerza de la voz soberana que domina el aparato alucinante de las zarzas y montañas incendiadas. De ella escucha el precepto legal saludable que conviene a cualquier tiempo y lugar, y recoge asombrado la historia primitiva del universo. De igual origen viene la inspiración que lo posee y levanta con vuelo inaudito. Así pudo elevarse a la dignidad de interlocutores y de temas extraordinarios. Ni se concibe que de otro modo hubiera serenado a su pueblo numeroso y turbulento cual la abrasada arena de su senda. Ni reducido al propio ingenio pudo inventar la serie desconcertante de prodigios, volcando sobre el reino del soberbio la repleta cornucopia de los males.

    El legislador de faz radiosa en cuya frente erige Miguel Ángel los cuernos augustos de la fuerza. Logra disponer en torno de la divinidad única un sistema de verdades presentidas, consuela el clamor de aspiraciones difusas, y no olvida el deber de la actividad despierta. No surge de su altar aquella sugestión pesimista que petrifica los pueblos más viejos del mismo continente, y que ha sido par el esclavo indocto el más atroz fermento de su humor absurdo. Desnuda la torpeza de las civilizaciones réprobas y el deshonor de los esclavos mustios, y expande el ígneo espíritu civil que fragua las sociedades libres. Surte de raudales eternos la moral de los hombres, y arrulla el sueño de sus caravanas con las harpas de una angélica aleluya.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


La torre del timón (1925)  

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