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LA EPOPEYA DEL MORRO

IV. EN ESPERA

Sólo quince centenas de soldados
escoltan al titán; son la semilla
cogida en los graneros a puñados,
para las grandes siembras de la Historia...
¡Fingen un nubarrón, en el que brilla
aquel anciano como un sol de gloria!

Al frente de los breves batallones
resaltan capitanes denodados,
¡qué ejemplo son de militar civismo:
parece que esos grandes corazones
fueran sólo pedazos de uno mismo!

Arias, Ugarte, Inclán y Moore, y tantos,
se yerguen impasibles en la altura,
cual víctimas que miran sin espantos,
bajo sus pies, cavar su sepultura...
La tropa desgreñada, hecha pedazos
la tosca vestidura,
esperando su cruz se abre de brazos;
y así la Muerte, en su furor salvaje,
sentirá sin querer, los regocijos
de la viajera que al llegar del viaje
va a caer en los brazos de sus hijos.

El héroe es como el ídolo encumbrado
de un templo fabuloso: le son gratas
las ofrendas del último soldado;
y aquellos capitanes con su ejemplo
sostienen como firmes columnatas
esa tropa, que es bóveda del templo.

La tropa hambrienta, pero siempre erguida,
no implora una limosna de la Suerte;
es como una avanzada de la Vida
que presenta sus armas a la Muerte...

¡Ay, ella sufre, pero no se abate:
ufana de sus viejas cicatrices,
otras tantas banderas de combate
hace, desnuda, de sus rojos trapos,
como huelga de obreros infelices
que tienen la altivez de sus harapos!

¡Son tan pocos!... Y en vano la mirada
espacia el héroe por do quien no llega
refuerzo alguno. Soledad callada;
cúspide muda; silenciosa vega;
campiña sin rumor... ¡En vano, en vano,
se esfuerza por oír otro murmullo
que no sea el murmullo del oceano!

¡Ah! parece el silencio con que el fuerte
desprecia al débil, desde su alto orgullo.
Ni un vago, inquieto son, ni un leve ruido
es el hondo silencio de la Muerte,
¡es el sueño profundo del Olvido!...

La ola apenas en los pies estalla
del Morro; que hasta el mar sobrecogido
ahoga sus fragores de batalla
y expresa su dolor en un gemido...

La campiña, a las plantas extendida
de la imponente y erizada roca,
es ancha mesa que al festín convida,
sábana abierta que al placer provoca.
¡Por ahí llegarán!... Mas el acento
con que el titán á sus hermanos llama,
cual copa de sonidos, se derrama
sólo en la hinchada vanidad del viento...
¡Nadie responde a su clamor!. La impía
suerte, que en ira y en dolor lo inflama,
está sorda también... Tal en un día
el loco, que las calles recorría
de la sacra ciudad, sin hallar eco

—¡Ay de Jerusalem! ¡Ay!—repetía.
¡Súbito ancho rumor pobló los campos!
El mar, de pronto, retumbó en el hueco
del socavado Morro; nube obscura
vibró su trueno entre siniestros lampos;
y un viento de furor silbó en la anchura...

El héroe, sus gloriosos capitanes,
la tropa entera en pie, clavan los ojos
en el vago confín de la campiña.
¡Al fin están colmados sus afanes!
¡Llega el refuerzo al fin! ¡Y ya despojos
no serán de las aves de rapiña!

¡Oh placer engañoso! ¡Oh espejismo
de perpetua ilusión, que finges palmas
donde hay tiniebla y soledad de abismo!
¡Oh sarcasmo cruel: tú eres el mismo,
el mismo en los desiertos que en las almas!

El ruido aquel —¡ay!— no era
de guerreros amigos... Los corceles
alzan, en sus belígeros tropeles
el ronco son de la veloz carrera...
Los infantes los siguen: el estruendo
de sus aceros lo ensordece todo;
y en rápida invasión corren a modo
de un torrente de cólera rugiendo.
Arrastrados los lóbregos cañones
entre nubes de polvo, cada rueda
cruje y lanza al girar ásperos sones...
¡Un eco de fragor rodando queda,
por detrás de esas bárbaras legiones!

¿Quiénes son? En sus rígidos semblantes
de cóndores adustos, se adivina
el ansia con que acaso los gigantes
provocaron la cólera divina...
¡Los invasores son! Es la de Chile
huracanada hueste... ¡Que ya es hora
que el Cóndor triunfador su garra afile
en las sienes del Morro; y que destile,
bajo esa garra, sangre redentora!

El héroe, sus gloriosos capitanes,
la tropa entera en pie, cogen sus armas;
porque sienten nacer otros afanes,
al oír el clarín de las alarmas
que truena con la voz de cien titanes.

Todos piensan igual. Todos la copa
beben de igual dolor hasta las heces:
el héroe anciano y la revuelta tropa.
Cinco veces mayor el acampado
enemigo es al fin... ¡Y cinco veces
crece dentro de sí cada soldado!

Triunfaron los aquivos: los aquivos
eran diez veces más que los troyanos.
Vencidos fueron por los persas luego;
mas no quedaron en la lucha vivos
los únicos trescientos espartanos.
¡Aunque igual bosque de laureles brota
en ambos campos de heroísmo griego,
vale más que aquel triunfo esta derrota!

¡Ah, ya está todo en el lugar que quiso
señalarle la Suerte desgraciada!...
El invasor al pie, cual replegada
ola pronta a saltar; en la alta cumbre,
el héroe, cual relámpago indeciso
que anuncia tempestades, con la lumbre
de su vibrante espada;
el mar sembrado de enemigas naves
súbitamente, que al volar semejan
las arrancadas plumas de las aves
que por los vientos arrastrar se dejan;
y arriba, arriba, el cielo aletargado
como un bostezo eterno: es cual la losa
suspensa de un sepulcro. ¡La amorosa
madre naturaleza ha bostezado
porque presiente el sueño de la fosa!

Resaltando en la cumbre, el héroe se halla
en serena actitud: la Suerte impía
lo amenaza a la vez por mar y tierra.
¿De qué si no de blanco a la metralla
él débil «Manco-Cápac» serviría,
mísero cascarón armado en guerra,
que es sólo escarnio de la mar bravía?

El griego en las Termópilas tenía
la defensa del áspera quebrada;
y pudo ver al golpe de su espada,
veinte millares de hombres en un día
rodando por la arena ensangrentada...

Bolognesi en la cumbre suspendido
hállase ante la escuadra fragorosa,
como ante un cazador pendiente un nido.
Y bajar de la cumbre fuera en vano,
ya que innúmera hueste al pie lo acosa.
¿Mas qué le importara, si otro es su anhelo?
No podrá el héroe descender al llano;
pero podrá subir: ¡subir al cielo!

Parece ¡ay! el titán de las montañas
que las iras de Júpiter provoca:
atado se halla a la pelada roca
y el Cóndor le devora las entrañas;
pero también, como en la vieja historia
del rebelde titán que así sufría,
ha de arrancarle al cielo, en su agonía,
una chispa inmortal: ¡la de su gloria!

Expuesto en las desnudas soledades,
no de un desfiladero en las guaridas,
soporta las sangrientas tempestades:
¡por eso es que la voz de las edades
lo aclamará más grande que Leonidas!...

autógrafo

José Santos Chocano


«Selva virgen» (1898)

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