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        LO QUE DIRÁN LOS ÁNGELES

Quema mi cuerpo cuando el beso frío
de la muerte en mi boca haya apagado
el calor de tus ósculos, bien mío;

Y hacia el tosco jarrón descolorado
por el sol y las lluvias, donde un día
sembraste aquella flor, que el cierzo helado

de noviembre secó, tus pasos guía,
y las pavesas de mi carne impura
presto a la tierra del jarrón confía.

Verás como el matiz y la frescura
tornarán a la flor hoy agostada
aunque tu mano el riego le procura;

y piensa, pues, que a la resucitada
flor le dio nueva y vigorosa vida
el polvo de mi carne atormentada;

carne en que el Ave Amor canta y se anida,
pero también donde el Dolor impera
lo mismo que una fiera en su guarida.

Verás cómo al llegar la primavera
será esa flor, ya alegre y olorosa,
entre todas tus flores la primera.

Con la lluvia benéfica y copiosa
de tus lágrimas, riégala si acaso
la quieres ver aún más primorosa;

y cuando el sol, desfallecido el paso,
su melena de oro, luenga y ancha,
tienda en el mar desde al sangriento ocaso;

en esa hora en que la negra mancha
de las sombras nocturnas se avecina
y en los cerúleos ámbitos se ensancha;

hora en que la viajera golondrina,
cansada ya de recorrer el cielo,
torna a la torre solitaria y trina;

en que se aviva todo desconsuelo,
y el alma como mística paloma,
mirando hacia el cénit, encumbra el vuelo;

en que resuena el Ángelus, y asoma,
como en estanque azul, níveo asfódelo,
Venus sobre las curvas de la loma,

corre y besa tu flor; con loco anhelo
hunde tu rojo labio en su corola,
en su corola blanca como el hielo;

a tu boca de nieve y en una ola
de esencia, un beso subirá inflamado,
y entonces no te sentirás tan sola,

sabrás que estoy allí, cerca, a tu lado,
oculto en esa flor, siempre vibrante,
siempre doliente y siempre enamorado.

Allí sabrás mi torcedor, no obstante
ser él tan espantoso que un momento
hizo palidecer al mar de Atlante,

y ¡Hombre! —exclamar con dolorido acento—:
soy grande, pero es más tu desventura,
soy hondo, pero más es tu tormento.

Allí, desentrañando mi amargura,
te contaré mi historia, extraña historia
do grita desgreñada la locura;

sabrás por qué no obtuve la victoria,
por qué busqué la sombra en los retiros
y amé la muerte y desprecié la gloria.

Yo las perlas veré de los zafiros
de tus ojos, rodar por tu semblante
envuelto en la explosión de tus suspiros.

Si cultivas tu flor, si eres constante
como yo, notarás que aquel capullo
se irá haciendo más terso y más brillante,

y se enderezará con más orgullo
al sentir de tus besos el derroche
y de tus confidencias el arrullo;

y arder verás entonces aquel broche:
de día como un fúlgido diamante,
como un fragante luminar, de noche.

Mas si al cabo me olvidas, y a otro amante
le quieres ofrendar la flor más bella,
bríndale aquella flor en el instante;

él al verla creerá que es una estrella
del vergel de la noche desprendida,
y su boca febril posará por ella;

pero tu flor, como del rayo herida,
de ajenos labios al sentir la huella,
avergonzada morirá en seguida,

sin que él presuma que a tu flor, ya inerte,
mi muerte fue la que le dio la vida,
la vida de él la que le dio la muerte.

¡Mas no, tú no te olvidarás! Abierto
siempre estará ese broche en tu corona
de amante digna de mi amor, ¿no es cierto?

Ni otro amante tendrás, ¡oh, no! Perdona
al que así te ofendió. Tú serás casta,
tú serás fiel, mi corazón te abona.

Tú estarás cerca de ese cáliz, hasta
que alguna mano familiar tus ojos
cierre, y si aún tu celo no me basta,

esa mano, cumpliendo tus antojos,
resembrará ese cáliz en la fría
tierra que al fin cobije tus despojos;

y al confundirse en la mansión sombría
nuestras cenizas, su nevado broche
donde se enlazarán tu alma y la mía,

sordo al clamor del sideral reproche,
será un sol para siempre en pleno día
y una estrella inmortal en plena noche.

Y cuando todo se desquicie y caiga
en el abismo, ya que todo, todo
lo que existe en el mundo no se arraiga

más que un instante, del terreno lodo
desprenderáse nuestra flor, y, pura,
ascenderá en el éter... De tal modo

nuestra será la constelada altura,
nuestra la eternidad y por fin nuestro
el Amor —alma eterna de natura—.

Lejos así de un mundo tan siniestro,
mi lira entonces te dará las notas
del más sonoro y depurado estro,

e iremos a viajar por las remotas
playas del orbe, en deliciosa huida,
juntos y alegres como dos gaviotas;

cruzaremos la comba sin medida,
del cielo hasta la estrella más lejana.
Veremos toda la celeste vida.

Todo... ¡menos a Dios! ¡El es el foco
al cual jamás la mariposa humana
podrá llegar en su delirio loco,

ni ella, medrosa de luz arcana,
irá sus alas a quemar tampoco
en el crisol de donde el orbe mana!

Pues Dios es y será lo incognoscible:
el Ser que rige el celestial imperio,
siempre será a las almas intangible;

ellas podrán romper su cautiverio
y verlo todo... menos lo invisible,
la causa de ese todo, el gran misterio.

Mas si veremos su infinito; el canto
de arcángeles y vírgenes, oiremos
el himno eterno a Dios tres veces santo

y su obra, a compás de nuestros remos
nos mostrará su inmarcesible encanto
hasta en sus más recónditos extremos.

Cielos, soles, planetas, nebulosas,
desfilarán en el perenne día
como abismos y piélagos de rosas,

y en medio de la célica armonía
surgirá de los seres y las cosas
un gran grito de júbilo: ¡Alegría!

Y a nuestra estrella —puerto de ventura—
regresaremos para siempre, y cuando
los ángeles, radiantes de hermosura,

pasen, dirán, nuestro fanal mostrando:
«Ese astro fue una flor... Cómo palpita,
cómo perfuma el cielo iluminado;

»una pareja de almas hoy lo habita,
dos almas que un amor grande y profundo
ató en la tierra y une en la infinita

»luz que las diviniza y las absorbe.
Esa estrella que ayer asombró al mundo
es el más bello sol que arde en el orbe».



Julio Flórez


Oro y ébano (1925)  

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